Ayer la vi, después de no verla por poco más de un año. Suena tan fácil cuando lo dices así: un año.
Un año sin verla.
Doce meses de no verla sonreír.
Cuarenta y ocho semanas de no apreciar su belleza
Trescientos sesenta y cinco días de no tocar su piel.
Ocho mil setecientas sesenta horas de no escuchar su voz.
Quinientos veinticinco mil seiscientos segundos de no besarla para siempre.
Pero ayer la vi y confieso que no estaba del todo preparado.
No sabía que diría al verla, si abrazarla, si quedarme inmóvil, si me fuera a romper en pedacitos o si me iba a soltar a llorar. No tenía discurso, no tenía idea, sólo llegué y la vi…
Estaba ahí sentada leyendo, y fue como cruzar un portal de tiempo espacio y en tan sólo un segundo ya estaba yo sentado a su lado, sin saber qué decir, con un cóctel de nostalgia, impotencia, tristeza, alegría, redención, bien licuado e inyectado directo al corazón.
La impotencia de tenerla tan cerca y saberla de otro, el golpe directo de su indiferencia, su poca efusividad, las ganas de tomarla en brazos y no soltarla nunca, incluso la sonrisa que me brotó de verla sonreír después de UN año; todo se hizo presente.
Yo me refugié un tanto en el odio, un tanto en la indiferencia, un tanto en la soledad; cualquier cosa era buen escape para mantenerme firme ante su figura del otro lado de la mesa, y de mirarla por el borde de mi vaso de café.
Reafirme cuanto me gustaba verla existir, muchas de las cosas para las que me hace falta, la recordaba más alta, y la encontré más delgada, pero dentro de todo, pareciera que el tiempo no pasó del todo por su rostro. Todavía me gusta la forma de sus labios, su manera de vestir, su tono al hablar. Todavía aborrezco que se haya ido con él, que tenga su imagen de fondo en su celular.
Pero así es esto de las gelatinas.
Nadie me aseguró que sería fácil, y jamás he pretendido que lo sea así.
Pero ayer la vi, y todavía me ronda la sensación en el pecho.
Escrito al día de la siguiente de que la ví que NO FUE ayer.